Basta de creernos una potencia: el durísimo camino de la reconstrucción
Argentina debe aprender la lección de humildad que le dio el Mundial y encarar un profundo proceso de renovación, que va más allá de técnicos y jugadores.
“Con la delantera Pavón-Icardi-Lautaro Martínez salimos campeones en Qatar”, pronosticó un hincha durante una de las mesas de debate armadas en Rusia. La noche del sábado fue interminable y dolorosa, el ámbito ideal para que la legión de argentinos pusiera en marcha la máquina de la opinión. Todos piden renovación, recambio, el fin de “los amigos de Messi” y lugares comunes similares que vienen escuchándose desde antes del Mundial. Que habrá renovación es lógico e imprescindible por una simple cuestión biológica. Lo peligroso sería limitarla a un cambio de nombres. Renovación, sí, pero antes que nada a partir de un proyecto. De lo contrario no sirve para nada, salvo para satisfacer el ego de quienes siguen sosteniendo que los mejores son los que no juegan.
Un buen punto de partida es aceptar sin que nos trague la tierra que no somos potencia de nada. Lo fuimos en algún momento. Hoy, Lionel Messi es el árbol que no tapa un bosque, sino un desierto. Contar con Messi es un milagro que se terminará, así como terminó el de Maradona. La diferencia es que unos años después del retiro de Diego, la AFA tomó nota de lo que se venía y le confió a José Pekerman un plan de desarrollo de las selecciones juveniles cuyos resultados fueron brillantes. La misma AFA que acertó con Pekerman terminó echándolo, a él y a su gente, y Julio Grondona arruinó su propia obra poniendo la cantera en manos de su hijo, hábil amigo de numerosos periodistas que jamás se animarían a decir en público que Humberto Grondona destrozó por completo el fútbol juvenil argentino.
Saquemos a Messi de este análisis porque su dimensión global va más allá de lo visto en Rusia. La admiración y el amor que genera en lugares impensados del planeta son difíciles de medir para el que no tuvo la posibilidad de comprobarlo. Messi es una estrella multinacional, cuyo teatro de los sueños está en Barcelona. Con la Selección lo intentó todo, jamás le dio la espalda. Que no haya sido campeón es una pena para él, para su amor propio, para su espíritu competitivo. No le debe nada a nadie. ¿Desde qué lugar puede un argentino reprocharle que no haya “traído la Copa”? ¿Con qué derecho? ¿Quiénes nos creemos que somos para descalificarlo? Ese capítulo figura entre lo peor de la argentinidad.
No somos potencia porque no contamos con los jugadores que nos permitan ubicarnos en ese lugar. Repasemos, por ejemplo, cuántos argentinos hay en los equipos top del mundo. Ninguno en Real Madrid, ninguno en Barcelona (ya exceptuamos a Messi), ninguno en Chelsea, ninguno en Liverpool, dos suplentes en Manchester United (Romero y Rojo), ninguno en Bayern Munich. Los activos en el máximo nivel son poquísimos: Otamendi y Agüero en Manchester United, campeón inglés; Higuaín y Dybala en Juventus, campeón italiano; Lo Celso en Paris Saint Germain, campeón francés (Di María es suplente y a Pastore ya lo vendieron). Del caso Icardi, capitán y estrella de Inter, ya se habló demasiado. La comparación con los franceses que nos derrotaron el sábado es contundente, porque los 23 de su plantel pertenecen a la elite.
Industria en recesión
Medida en términos sudamericanos la comparación es llamativa. Uruguay no sólo tiene una dupla de zagueros top (Godín-Giménez) y una dupla de delanteros ultratop (Suárez-Cavani), sino una generación de jóvenes volantes excepcional (De Arrascaeta, Torreira, Nández, Vecino, Bentancur). Colombia sigue sacando jugadores con una naturalidad asombrosa y exportando a Europa. En otra categoría queda Brasil, no sólo por la abrumadora cantidad y calidad de futbolistas que le permitirían formar dos selecciones de estrellas, sino por lo que viene: hay tres sub-20 llamados Vinicius Jr, Rodrygo y Lincoln que le auguran una década de brillo supremo.
Argentina está rezagada en este sentido porque el aparato productivo no funciona. El fútbol nacional no produce laterales ni volantes de jerarquía. Desesperados por conseguir el delantero crack que les salve la economía, los clubes matan todos los días a la gallina de los huevos de oro. Salvo excepciones, las inferiores son más una molestia que un tesoro; más un gasto que una inversión. Donde deberían estar los mejores, los capacitadores, los formadores, los expertos de ojo clínico; los dirigentes ubican a ex futbolistas que pueden ser entusiastas, pero no cuentan con la capacidad para hacer ese trabajo. El lugar de las figuras de una institución debe ser otro, no el de guardianes del futuro.
En manos inexpertas, en canchas llenas de pozos, los chicos se desarrollan repletos de presiones, más atentos a los cantos de sirena de los representantes y a los gritos de los padres devenidos barrabravas que a su propia evolución física, técnica y mental. Y por lo general sin una línea integral a la que responder. Si todas las categorías respetan una forma de juego al chico se le hace más sencillo, porque amparado por un sistema puede desarrollar sus condiciones. Las inferiores no pueden pensarse como fábricas de autómatas de la pelota, sino como escuelas capaces de sacar lo mejor de cada alumno. Para eso se necesitan decisiones de fondo. Festejar un título de Novena no le sirve para nada al club si después ese jugador no completa el ciclo hasta las categorías superiores. Lamentablemente, la mayoría no piensa así.
Los mismos de siempre
Hay tantos problemas en el fútbol argentino que abordar estas cuestiones suele sonar a pérdida de tiempo. Fallecido Grondona -que estaría preso si viviera, era el “conspirador número 10” en la investigación del FBI que desnudó la corrupción en la FIFA- el caos sigue siendo absoluto. La rotación de técnicos al frente del seleccionado es un efecto, no la causa de los años de anarquía que incluyeron el histórico 38-38 en una votación presidencial con cantidad impar de delegados votantes. Ese episodio emblemático, propio de un país bananero, pinta la calidad de la clase dirigente. Se pide en lo futbolístico una renovación inexistente desde la conducción. Los que están (Tapia, Angelici y compañía) son los mismos que levantaban genuflexamente las manos ante los dictados de Grondona. Nada se ha modificado en la calle Viamonte. Nada.
Lo que volvió es el dinero de la TV. Antes lo ponía el Estado, ahora lo aportan los particulares. De una u otra forma, esa fortuna que se degluten los clubes y la AFA sale de los mismos bolsillos, ya sea en forma del pago de impuestos o del pago de un abono para ver los partidos. Los intereses políticos y empresariales que sobrevuelan conforman un entramado complejo y sospechoso. Las operaciones están a la vuelta de cada esquina. Nadie confía en nadie. El clima conspirativo se palpa en cada susurro. A partir de esa realidad, ¿qué se puede construir?
El Mundial es una burbuja, de acuerdo, pero hay elementos que van más allá de la Copa y que pegan fuerte. Los estadios que tendrá Rusia de aquí en más son una fantasía en la Argentina, donde el socio y el hincha padecen un maltrato inadmisible cada vez que van a la cancha. Hay que ser muy apasionado para someterse a tanta incomodidad y a tantos peligros. La amplísima mayoría de los estadios son una vergüenza en nuestro país, y qué decir de los campos de juego. A eso se suma la violencia, extrema e inmanejable. Que nos hayamos acostumbrado a la ausencia de visitantes en las tribunas es tristísimo. Pero si los barrabravas están protegidos por el poder político para el que trabajan, por jueces y fiscales complacientes, por policías corruptos y por dirigentes cómplices, que nadie espere una solución de fondo. Esos barrabravas se pasearon por el Mundial, instalados en localidades VIP, inteligentes para mantener el perfil bajo. ¿Quién es el inocente que cree que se pagaron el viaje? Hubo otros que no pudieron contener su naturaleza y terminaron deportados. Hubiera sido más justo si terminaban en una cárcel rusa. Pero en la Argentina a los barrabravas se los cuida y se los consiente más que a cualquier ciudadano.
Para que se produzcan renovaciones tan urgentes y profundas como la que requiere la Selección es clave incluir todos estos temas en el debate. Si la discusión pasará por si Jorge Sampaoli debe irse o debe quedarse, es tiempo desperdiciado. La elección del técnico tiene que ver con su adhesión a un proyecto integral, del que el seleccionado es una pieza importantísima, pero no la única. De lo contrario, vendrá otro DT, se calmarán algunas aguas y asunto terminado… hasta el próximo fracaso.
Ya sabemos qué somos y dónde estamos parados. La pregunta es qué queremos ser y una vez obtenida la respuesta, recién en ese momento, se podrá abordar el quién y el cómo. Basta de poner el carro adelante del caballo.